martes, 7 de septiembre de 2010

"Los pasadizos secretos de la escritura"

....."Pero volvamos a hoy. Porque, como se sabe, hoy es hoy. No me están entendiendo y oigo, no muy claro, que se ríen de mí con risas entrecortadas y ásperas de viejos. También oigo pasos rítmicos en la calle. Tengo un estremecimiento de miedo. Por fortuna, lo que voy a escribir ya debe estar, sin duda y de algún modo, escrito en mi. Tengo que copiarme con una delicadeza de mariposa blanca. Esta idea de mariposa blanca viene de que, si la muchacha se casara, lo haría delgada y sutil, y, como virgen, de blanco. ¿O no se casará? El hecho es que tengo en mis manos un destino y sin embargo no me siento con el poder de inventar libremente: sigo una oculta línea fatal. Estoy obligado a buscar una verdad que me supera. ¿Por qué escribo sobre una joven que ni aun tiene una pobreza con adornos? Tal vez porque en ella haya cierto recogimiento y también porque en la pobreza de cuerpo y espiritu toco la santidad, yo que quiero sentir el soplo de mi más allá. Para ser más que yo, pues soy tan poco"
Clarice Lispector: "Un soplo de vida"
Esta vez es el narrador el que se pregunta y a continuación se contesta a sí mismo acerca de la creación. "Tengo que copiarme con una delicadeza de mariposa blanca", dice el narrador, en un párrafo que me parece bellísimo e ilustrativo sobre lo que ocurre con la escritura, sobre la manera de percibir y de concebir la escritura y todo tipo de arte en el que el hombre empeña parte de su alma arriesgando y asumiendo que tal vez llegue a perderla. Arriesga su alma, nada menos que su alma, como Fausto, porque sabe que en el camino ganará réplicas de su persona a las que ni siquiera conocía. Muchedumbres que tienen su mismo carnet de identidad y que le acompañarán hasta la muerte. Decía Flaubert: "Madame Bovary soy yo". Lo que no deja de ser una pesada carga añadida, si se tiene en cuenta que, además, tenía en sus manos su destino. Al menos hasta que puso el punto final, y madame Bovary dejó de ser suya, dejó de ser él, para pertenecer a toda la humanidad
Pero no es una gran cosa lo de tener en las propias manos, en los propios dedos que teclean, el destino de nadie. Porque a veces esas vidas de tinta tienen dientes afilados y una grosera forma de agarrarse a la yugular. Cuando acaba el día y el ordenador aún humea con ese calorcillo de gato pegajoso, y tú lo apagas y cenas y te lavas los dientes y te abrazas a la almohada, entonces notas esa araña pegada a la oreja, escupiendo confidencias, arrastrándose de forma sibilina hasta el pabellón auditivo, atravesando la trompa de Eustaquio y llegando ligera a tu cerebro, donde
labra los sueños mágicos y sanguinolentos que te empujarán al escritorio a vomitar patas de araña y hermosas historias de pasión. Mientras tanto, las caras que imaginaste, los cuerpos que recreaste, se van añadiendo poco a poco a tu cara y a tu cuerpo, porque el que siembra cosecha. Y en el espejo, al día siguiente, verás una nueva arruga, una mancha con forma de rosa y le pedirás a Dios que aparte de ti ese caliz mientras cruzas los dedos por detrás, a la altura del coxis.
"Desde hacía mucho tiempo solitaria, y amando aquella viudez sin los sobresaltos que un hombre puede traer, la mujer empezaba, sin embargo, a inquietarse y a intentar arrastrar a su hija hacia una intimidad donde ambas construirían compensaciones ocultas, suspiros y regocigos, aquel placer de la costurera con su costura, ella, Ana, que se alegraba cuando había ropa para arreglar. Inútilmente buscaba el apoyo de su hija pidiéndole con mirada paciente el sacrificio, ninguna de las dos necesitaba saberlo, pero Ana lo pedía, Lucrecia se negaba y nacían peticiones y negativas secundarias, sin importancia en sí mismas pero enormes en el comedor, cargadas de la misma obstinación" Clarise Lispector: "La ciudad sitiada"
El texto continúa, pero creo que con estas líneas ya está suficientemente explicada la relación entre esa madre y esa hija. No todas las hijas han sido o serán madres, pero todas las madres fueron hijas, y por eso los lazos que se establecen entre ambas ondean siempre entre sus cuerpos, incluso entre sus cabezas, amenazando o adornado, ciñendo o apretando porque los lazos, aunque sean de seda y de vivos colores, pueden acariciar o constreñir. La madre abnegada que da el pecho a su hijo recien nacido mientras los pezones se llenan de grietas y se convierten en callo estremecido, y sus senos soportan el peso del mundo, porque son el centro del mundo para esa boca que succiona con avidez, puede zozobrar de madre protectora a madre asfixiante, pues los límites se diluyen con cada caricia, con cada abrazo, con cada palabra que nace de una boca que aspira a planchar sus arrugas con la tersa piel de la juventud que escucha y que admira y que imita y que puede disolverse en la nada de ese amor que es una búsqueda pero que también es un encuentro.
Madres e hijas, manos tendidas, confidencias, vestidos, collares, zapatos de tacón en los que se pierde el pie enano, el cuerpecillo enano que recorre el parquet, dando los primeros pasos de mujer, aupada en ese cascarón-navío, preparándose, sin saberlo, para cruzar el océano de la vida. Lápices de labios que se derriten como mantequilla sobre unas boquitas con dientes de chacal mientras pinta rabillos con khol, intentando no salirse de ese papel en blanco que es todavía su cara, y pinta con rimmel sus pestañas y con sombra sus párpados, y con pulpa de miel y polvo de estrellas las retinas de sus ojos asomados al futuro.
Madres e hijas tomando el sol en la playa, compartiendo la misma toalla gigante, la misma arena y el mismo mar, respirando el mismo salitre, boca abajo, para recargar su cuerpo con las vibraciones imperceptibles de la tierra, acercando sus bocas en la confidencia de la tarde azul y nítida, intercambiando alientos, támpax, cleenex, protectores de piel... habitantes de un paraíso contruido peldaño a peldaño, abandonadas a la alegría y los arrebatos del corazón, derribando paredes que otros levantaron, la sangre fluyendo al ritmo de ese mar que las contempla y las lame con delicadeza de hombre.