jueves, 15 de diciembre de 2011

De mayor quiero ser rockera, parte II

Luisa tuvo un sueño: soñó con una tarta de cumpleaños llena de dedos con las uñas encendidas. Cuando me lo contó, casi podía ver el resplandor de esa noche fantasmagórica en su cara. En su sueño, ella trató de apagar las falsas velas soplando y soplando, mientras el pastel se licuaba y caía al suelo como magma derretido, y los dedos seguían intactos, encendidos y siniestros, señalando cielos rasos.
Hablamos largo y tendido sobre el posible significado de ese sueño, y llegamos a la conclusión de que no había nada vacuo en aquella visión que alertaba tal vez de una de sus obsesiones: la obsesión por ese tiempo que se derramaba como la apetitosa tarta que se convertía en magma.
- Cuando un sueño me inquieta- le dije- lo rememoro brevemente y luego, cerrando los ojos, invento otro sueño menos angustioso y me quedo disfrutando de esa sensación un buen rato.
Ella me miró sin demostrar ninguna sorpresa:
-Ya lo hice, pero esta vez no sirvió de nada. El despertador sonó a las ocho de la mañana y tuve que prepararme para ir a trabajar, y en el trabajo me encontré de nuevo con los dedos, esta vez de carne y hueso y, claro está, apagados. De todas formas- dijo, recuperando el aplomo y el sentido del humor- Yo de mayor, quiero ser rockera. Porque los viejos rockeros nunca mueren.

Así fue como, tanto Luisa como yo decidimos no volver a lamentarnos por el paso del tiempo. Como decía Mimí en "La Bohème", "Il primo sole è mio. Il primo bacio del´aprile è mio! Y eso, nada ni nadie podría arrebatárnoslo.
Además, el pasado sólo pesa cuando se ha vivido desprevenido, y debe dejarse atrás como se deja atrás una montaña envuelta en la bruma de un atardecer desapacible; el presente sólo pesa cuando se vegeta o se sobrevive sin inspiración, y el futuro pesará o no pesará, cómo saberlo, pues siempre es impertinente y juguetón como un niño malcriado.
De modo que ella se dedicará a sus uñas y yo a mi escritura, y yo cumpliré palabras mientras ella sigue cumpliendo sueños de manos. Aceptando todos los peligros que conllevan ambas actividades. ¿Acaso no es peligroso el tacto? Tocar las manos es tocar el corazón, con todos sus misterios escondidos.  Yo a veces, escribiendo, creo tocar ligeramente el corazón, pero supongo que me equivoco, y que eso que parecía un corazón en la distancia no es más que un iceberg a la deriva en un mar de palabras.


                                 



domingo, 20 de noviembre de 2011

De mayor, quiero ser rockera, parte I

"No me importa cumplir años, con tal de que los demás también los cumplan".
Esta frase, pronunciada por mi amiga Luisa, era el guiño cómplice de una persona coqueta, pero también realista. Sus palabras me hicieron reflexionar, renunciar a las argucias que había inventado hasta entonces para eludir algunas preguntas incómodas : ¿Es realmente tan importante la edad y, en caso de que así sea, es tan importante que los demás la sepan? Porque actualmente, cuando la esperanza de vida es más alta que nunca, los cánones de belleza y frescura son también más altos que nunca, y se juzga sin piedad  por las apariencias, con ese fanatismo que propicia actitudes extravagantes o incluso arriesgadas en su afán por encontrar la fuente de la eterna juventud. "Tener una edad" produce cierta desolación en el que la tiene y cierta prevención en el que aún no la ha alcanzado. Tener una edad es, por ejemplo, encogerse, ver cómo la piel se endurece y el alma sigue intacta, sin caber del todo en ese cuerpo que arrastra la casa a cuestas como una tortuga. Es, en ocasiones, una encarnación involuntaria en un ser marcado por la biología, los boleros y las canciones nostálgicas en general.
A veces tengo la sensación de que, más que cumplir años, cumplimos una condena de la que el tiempo no va a liberarnos, sino todo lo contrario; una condena al final de la cual nos espera, como una cancerbera implacable, la enfermedad, la muerte, en definitiva, el final de un proyecto de vida.  
Luisa, que regenta el establecimiento de cuidado y belleza de uñas "Perfect Nails", tiene mucho tiempo para pensar debido a la crisis, la competencia china y la caída de turistas y uñas. "Siempre he sido una persona fuerte. Tal vez algo frívola, no lo niego. Pero nunca me había sentido tan mal como el día de mi último cumpleaños", me dijo mientras ponía delante de mis manos el recipiente con agua templada y me invitaba a introducir las yemas de los dedos para reblandecer las cutículas. "Mujer, qué cosas tienes. Estamos en lo mejor de la vida", la consolé como pude, sintiendo al mismo tiempo la falsedad de mis palabras. Mientras le hablaba, me parecía estar oyendo como un eco incómodo, la voz de mi propia madre, apoyándose en una muleta y guardando en su bolso la agenda que siempre lleva consigo, y que es la muleta de su precaria memoria. Mi madre mantiene largas y fantasiosas conversaciones telefónicas en las que predominan las excursiones en autobús y los nuevos novios, mientras se prepara para asistir al próximo baile tapando con precaución el ajado escote con un collar de piedras falsas.

Lo sé, estoy cayendo en un mar de amargura y vejez anticipada. Pero es que, en esta era narcisista y deslumbrada en la que se sacrifica el talento, la experiencia y la profundidad y se apuesta tantas veces por lo novedoso, lo vulgar, lo superficial y rutilante, hacerse viejo es un drama, un drama al que los jóvenes asisten como espectadores y los viejos como actores mudos o a punto de enmudecer por la frustración y el desamparo. En la madurez se conserva intacta la capacidad de amar, pero las oportunidades van menguando y la implacable ley vital, con su nefasta sensatez, se traduce en una frenética carrera de relevos, confundiendo cuerpos cansados con almas rendidas.
Desde que cumplió los cuarenta y ocho años, mi amiga descubre conspiraciones a todas horas. Pero sale airosa de ellas - aparentemente- a base de tratamientos faciales, ropa juvenil y actividad física al borde de la extenuación. Trata de conservar la juventud, con su pureza e integridad a toda costa, mientras sospecha o intuye que ambas quedaron atrás, en uno de esos días en los que te levantas y compruebas, con vértigo, que te falta el impulso vital para salir a la mañana y transitar con la alegría de siempre por las viejas calles cuyas cuestas subías sin dificultad. Que compruebas que eres demasiado joven para morir y demasiado vieja para empezar a vivir de nuevo, que ayer fue ayer, como una línea divisoria clara y cortante, y que nunca hasta entonces habías pensado en eso.
Mientras lima mis uñas con esmero, arrastra y corta la cutícula muerta, Luisa vuelve a la carga: "Nunca confieses tu edad a alguien que no te conoce bien. Te incluirá en una lista de lugares comunes, y ya no podrás salir de ella".
El jueves pasado quedamos para ir al cine.  Se arregló como si fuéramos a una fiesta de disfraces.
-Empiezo a ser invisible para los demás, sobre todo para los hombres- dice, abrumada.
La entiendo perfectamente. Cuando una persona "se vuelve" invisible para los demás, su autoestima se resiente, nota que se está ejerciendo con ella una violencia sutil pero no por ello menos dañina: la violencia de negarla. Y ante este peligro, Luisa reacciona con perfumes intensos, colores de ropa intensos, suspiros intensos.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Mi hermano el bailarín, parte II

Cuando salimos del teatro, mi hermano me preguntó:
-¿A tí cómo te va?
- Bien- le mentí, con la mejor de las intenciones.
Él me miró preocupado. Ser sincera con alguien que te conoce tan bien es difícil. Sin embargo, me he dado cuenta de que la sinceridad a veces no tiene tanta importancia como la coherencia. Y yo era coherente con el papel que desempeñaba en mi familia. Soy la primogénita, la más fuerte, la primera que salía de casa para ir al colegio, la que apenas se lesiona. Si aplicaba la coherencia a mi vida, tarde o temprano regresaría a mi estatus privilegiado.
El azar y la herencia genética son los Reyes Magos que reparten dones. Pero, para que circulen como moneda de cambio, deben ir acompañados del estímulo. Y al estímulo le corresponde cierta osadía, aunque sea la osadía de los tímidos, como es el caso de mi hermano.  Claro que él juega con ventaja: tiene, además, la lucidez de la intuición. Así cualquiera.
Siempre he sentido por mi hermano un gran afecto y también un poquito de envidia. El pequeño truhán, con sus caídas y su carita de ángel llamaba la atención de mis padres. Era considerado, era amable y, lo que es peor, parecía un animalito desvalido.
La envidia es un tapón que enturbia o paraliza la corriente de afectos.Pero cuando la soledad y la distancia duelen, cuando uno es capaz de superar los obstáculos con que nos asedia el amor propio, entonces la envidia se diluye como la sal en agua caliente.
Hablamos de mil y una cosas mientras cenamos. Hablamos de la época en la que le gustaban las películas de catástrofes. Catástrofes aéreas- Aeropuerto-, de amenazas nucleares- no recuerdo ninguna en este momento- de amenazas extraterrestres- Mars Attac-o marinas- Abiss- o de virus mutantes- Ébola-Mientras recuerda su antigua afición, sonríe con nostalgia:
- Cuánto tiempo ha pasado desde entonces- Dos arrugas, finas y verticales se dibujan en su entrecejo-Aún no conocía a Pina Bausch, ni había actuado en la Ópera de París, pero ¡Cómo me gustaban aquellas películas! El héroe  pasaba mil fatigas hasta que triunfaba sobre la adverdiad- Tomó un sorbo de vino. Era un vino caro, francés, que pagaba él, como el resto de la cena- Por supuesto, me identificaba con el héroe- prosiguió-. El mundo podía caer hecho pedazos, pero el héroe nunca moría- Excepto James Dean, que no hacía películas de catástrofes, pero que me gusta más que ningún otro actor- Hizo una pausa, se mordió el labio superior tal como hacía de pequeño, poniendo cara de conejo- Creo que esas películas me adoctrinaban para el futuro- Me miró fijamente, como si estudiara mi reacción- La danza es antinatural, tan antinatural como las desgracias sin fin que le suceden al protagonista.
Iba a decirle algo, pero él me pidió que callara con un gesto de la mano, y luego añadió:
- La danza nos redime de la imposibilidad de volar, pues no poder volar es una verdadera tragedia. Yo vuelo a veces, siento que me libero del peso de la vida, siento que voy de vacío en vacío para llenarlo con mi cuerpo. Pero hay que pagar un alto peaje por ello- continuó- salen ampollas en los pies, padeces bursitis, fuerzas tu cuerpo hasta deformarlo... es lo que tiene traficar con los propios sueños- mojó los dedos en un lavamanos con gotas de limón y pétalos de rosa flotando en el agua-
Se levantó de la mesa para ir al lavabo y yo le seguí con la mirada. Había ganado autoestima, dinero y dinamismo, pero algo en él había muerto para dar paso a un hombre nuevo. No sabría decir de qué se trataba, pues es difícil calcular lo que se pierde en el camino hacia la gloria. Pero no importaba: me gustaba tal como era, me gustaba tal como fue.
Cuando me quedé sola me di cuenta de que se había dejado sobre la mesa una agenda. Tal vez lo hiciera a propósito, para tentarme. El caso es que sentí curiosidad, y la curiosidad me volvió osada. Deseaba husmear en su intimidad, descubrir tal vez una zona oculta y emocionante que arrojara más luz sobre mi hermano y, cómo no, sobre el secreto de su éxito.

Lo que encontré fue una revelación para mí. En la primera página había una simple anotación escrita con rotring negro. Llevaba la fecha de ese mismo día, y tenía la letra menuda y redonda que yo conocía perfectamente. "La distancia no es el obstáculo. El obstáculo es la desidia", leí.
Sentí una alegría tan grande, tan inesperada, que golpeó mi corazón con fuerza y me impulsó a asirme de inmediato a esa cuerda, uno de cuyos extremos sujetaba con fuerza mi hermano. Saqué un bolígrafo del bolso y escribí debajo, con letra bien grande, para que no lo pasara por alto: "Pero vamos a ponerle remedio. Estamos en ello, querido hermano".





















lunes, 17 de octubre de 2011

Mi hermano el bailarín, parte I

Nos citamos para ir juntos al teatro, a ver una nueva versión de la Fedra de Racine.
Nuestro distanciamiento de los últimos tiempos me provocaba remordimientos inútiles pero inevitables: cumpleaños, navidades, fiestas que no compartimos por uno u otro motivo, felicitaciones que no llegué a enviarle, llamadas de teléfono, cartas que nunca cruzamos, desencuentros sin sentido, que únicamente pueden entenderse por la vorágine que zarandea nuestros días, y que ocasiona pérdidas irreparables.
Mi corazón es un cazador solitario, como el de Carson McCullers, y como el tuyo, y como el tuyo. Pero vamos a ponerle remedio. Estamos en ello.
Mi hermano Daniel tiene el rostro enjuto de los ciclistas, de los ascetas, y es el hermano pequeño, el más protegido, el más sentimental, el que se lesionaba tanto de niño, el que se torcía el tobillo al menor descuido. Era el último en salir de casa al colegio, en levantarse de la mesa, formó parte del último reemplazo de la mili...Él, como el personaje del cuento, actuaba como un pato porque creía que era un pato. Pero eso fue antes de que se tatuara un Pegaso en el mismo tobillo que se lesionaba tan a menudo, antes de que se diera cuenta de que era un colibrí que podía mantenerse en el aire casi de forma permanente, y saltar sobre las propias limitaciones, la torpeza, las dudas sobre su propio potencial, saltar para convertir en músculo y en arte su fragilidad.
Apenas le veo me doy cuenta de que la distancia sólo puede separar lo que ya estaba separado. Nuestro amor se forjó con la firmeza de los cimientos de una casa levantada piedra a piedra, una casa grande y antigua hecha a conciencia para resistir futuras turbulencias y todo tipo de actividad sísmica.
Daniel es distinguido y varonil. Usa la fragancia masculina de Yves Sant Laurent, como el marido de Natalie Portman, que también es bailarín; pero su pelo rizado y suave me hace recordar la nota dulzona y limpia de la colonia Nenuco con la que yo misma le rociaba después del baño; sus manos ligeras, pálidas y amorosas han ganado soltura y fuerza, han crecido y ahora apretan con fuerza mis hombros mientras sacamos las entradas para ver Fedra. Son las manos que manipulaban los transformers, que barajaban las cartas de parejas, que cometieron los primeros hurtos, las mismas que coleccionaban con avidez los quesitos en las casillas del Trivial Pursuit.
Somos la tercera generación de la corriente migratoria interna que desplazó de sur a norte peones con los ojos muy abiertos, asalariados que transportaban en sus maletas millones de sueños, recomendaciones de algún pariente y muchas ganas de empezar una nueva vida. En nuestros genes no hay ni una gota de sangre guerrera, pero cuando veo a mi hermano bailar me doy cuenta de que el duende aletea en cada uno de sus pasos, en la posición de sus brazos, en la flexibilidad y armonía de su cuerpo, en ese aislarse dentro de sí mismo para elevarse al momento y demostrar que no se está atado perpetuamente a la existencia, que se puede renovar segundo a segundo el pacto con la libertad, y volar sin miedo a la caída y las lesiones de tobillo. Él tiene sin duda lo que denominan duende y que no es otra cosa que la pericia de convertir en arte el dolor y la alegría, la fatiga, los callados anhelos, la valentía y la lucidez, y todo cuanto perturba o exalta el ánimo.
Entramos en el teatro. Sobre el escenario, la desgraciada Fedra sufría lo indecible por su Hipólito. Me resulta imposible detestar a esa mujer, la mujer que traiciona y miente porque aspira a un amor más grande que el mundo, la mujer que rechaza a su marido Teseo, el héroe. No puedo odiarla. Mi corazón ya no es un cazador solitario.

viernes, 30 de septiembre de 2011

La justicia poética y el mosquito tigre, parte II

¿Y qué ocurre con el padre, el taimado, el celoso guardían, insolente y antipático? ¿qué ocurre con ese hombre de torva mirada, manos gruesas, nariz grande y maneras bruscas? Es difícil adivinar lo que está pensando por su cabeza mientras sube los toldos de la fachada para evitar que el viento, cada vez más potente,  rasgue la tela. Pero de alguna manera entiendo sus razones, mi intuición me dice que para ese padre, el amante de su hija nunca estará a la altura del amor que él mismo la profesa. Porque el amante sólo puede ser amante, lo es por entero cuando ama, y le consta que, en el caso del chico del pelo de pincho, ama con ese amor exigente de la juventud, imperioso, egoísta, que gravita molesto en busca de una vena que llevarse a la boca, como los inclementes chupópteros nacidos de la humedad y la basura. En cambio él... él es capaz de amar la gracia espontánea, las facciones puras de su niña, la gravedad de su rostro cuando la tristeza o la melancolía la atormentan. Y no está dispuesto a dejarla en manos de especuladores, de candidatos imberbes, de jovencitos con el pelo de pincho que rondan como abejorros a la flor más hermosa de su jardín privado.
Su niña se revela con toda la fuerza de mujer cristalizada, lo sabe muy bien, pero él no es capaz de arrancarse una niña, sería como arrancarse una uña, su niña que hace apenas dos años aún llevaba bajo el brazo sus carpetas forradas con los niñatos del super-pop.
La lluvia hace acto de presencia. Tal vez haga desistir al mosquito tigre de la terraza, debe pensar el padre. La lluvia tal vez ahuyentará a ese ser aparentemente insignificante, combativo, tenaz, selectivo en la elección de su presa, vulnerable, molesto, colonizador de territorios ajenos. El mosquito atraviesa la piel para chupar una pequeña porción de sangre cargada de vitaminas. Vitales vitaminas que le permitirán subsistir.
En la terraza del bar, la gente paga sus consumiciones y se levanta de forma precipitada.
Siento lástima y envidia por esa pareja que se queda sola, él pegado a su silla, adorando de lejos a su chica, hostigado por un deseo tan grande como la mediocridad de vivir sin una esperanza cierta, y ella, cobijada bajo el paraguas, situada en la encrucijada de los amores disputados.  Me recuerdan a los protagonistas de "Pájaros de Portugal",  la canción de Sabina: "qué pequeña es la luz de los faros del que sueña con la libertad"
Ganamos experiencia, pero perdimos el sentido. Seguramente.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El mosquito tigre y la justicia poética, parte I

"Ganamos experiencia, pero perdimos el sentido", dice un viejo axioma, y cobra de repente  vigencia cuando asisto a una de esas escenas de la vida diaria que obligan a tomar partido, aunque sea de forma indirecta. Un bar de aspecto sencillo, un padre con pinta de bodeguero, imponente, los ojos oscuros, inquisitivos, clavados en la hija joven y guapa que trabaja de camarera en el negocio familiar. Y un chico de aspecto corriente, cara delgada, pelo de pincho y ojos brillantes que miran con cálida expresión de insoportable amor las idas y venidas de la chica. Ella se detiene durante largo rato en la terraza, sirviendo los refrescos, los helados, los tés fríos, el whisky on the rocks, el vaso largo de horchata, el café americano que tanto les gusta a algunos extranjeros. Solícita y delgada, encantadoramente lenta y elegante.  Sirviendo como si se tratase de un ritual en el que ella misma sería consagrada como la diosa de las terrazas de verano de un pueblo con el mar a sólo dos pasos. La tarde transcurre sin sobresaltos, los torsos desnudos o semidesnudos pasean sus encantos y sus sudores por la calle que muere en el paseo marítimo. El tiempo está algo revuelto, y la tormenta se anuncia con señales apenas perceptibles: los animales y las personas están tensas, a la espera; del mar llega el olor crudo, visceral, del pescado, y de la tierra, el tufo podrido de la incipiente, callada rebelión subterránea de las cloacas. En el cielo, nubes espesas, grises y pesadas, suspendidas como una gran malla de acero sobre nuestras cabezas.

El chico tiene el pelo moreno, de pincho, en forma de arco, con la zona de las orejas cortada a cero. De cerca tiene ese aire de rebeldía característica de los que pertenecen a alguna de esas tribus urbanas que a menudo se nutren de los que son o se sienten desplazados. Con gesto resuelto, coge en su mano el vaso de coca-cola y se dirige al dueño del local: "Me lo llevo a la terraza", confirma, señalando el vaso largo que contiene el líquido del color del regaliz. El padre, el amo, le mira con un desprecio que no pasa inadvertido, pero conserva la calma y el dominio de sí mismo. "La terraza lleva suplemento. Un euro", confirma sin pestañear. 
Los clientes del bar, los asiduos, conocemos o presentimos el trasfondo de la historia y ahora nos miramos, incrédulos. De inmediato, el chico con el pelo de pincho se gana nuestra simpatía. Porque no es fácil amar a distancia. Y porque aquel desgobierno, aquella zozobra que envolvía a los dos amantes en la magia tierna de los amores disputados hace que nuestros pechos sientan una bondad que acaricia como una mano delicada; la fuerza de la compasión cala hondo en cada uno de nosotros, y arrastra mareas bendecidas. Durante un breve espacio de tiempo, la tensión del chico es un hilo rojo que tira, que nos arrastra para unir nuestras fuerzas y agarrarnos a esa cuerda invisible que puede salvar in extremis al naúfrago que pide ayuda desde lo profundo del acantilado. Rápido, decidido, el chico deposita un euro sobre el mostrador y se aleja del padre con una orgullosa reserva. La sonrisa de su cara es una espada que corta cualquier resistencia. Pero el padre, ay, el padre, le vigila desde la corta distancia de su trono de rey empeñado en no entregar a cualquiera la mano de su princesa.
Un cliente habitual, con ojos rasgados y rala barba de chivo se dirige al buda, que descansa los brazos sobre el costado sin dejar de vigilar sus posesiones. "Vamos, hombre, son jóvenes", le dice el hombre. Pero el padre, el amo, no contesta. Sigue absorto, aparentemente, en el batir monótono de las aspas el ventilador que cuelga del techo. Pero la vida avanza, y el chico se abre camino entre las mesas, respirando el aire empalagoso y  húmedo de la calle. Por fin se sienta en una de las sillas y mira a la chica, cabizbajo y tímido mientras se se atusa de vez en cuando la cara, nervioso. Se cruzan miradas de amor tan desesperadas, que estoy segura de que todo el universo debe ponerse de su parte, porque la felicidad es un trabajo común en el que todos estamos directamente implicados y porque es una vocación a la que todos, sin excepción, somos llamados.                                                                                          
Espero con verdadero interés, con ansia, que esta historia tenga un final feliz.
Un viento súbito y molesto sacude de pronto los toldos del bar y las sombrillas de la terraza. La bella camarera sigue sirviendo las bebidas. De vez en cuando un "merçi beaucoup" o un "thank you" escapan de su boca, ligeros como una caricia. Él bebe una coca-cola que a esas alturas se habrá convertido en un caldo. Su cuerpo joven, sus ojos, hablan el lenguaje del amor.
Se nos acusa de ser mezquinos, insensibles con el dolor ajeno, con los asuntos que no nos afectan, en  apariencia. Pero basta con una lágrima, o con el sufrimiento callado de un hombre que ama pese a todo, para llegar a nuestra alma. Esto, creo, es justicia poética.
Todos anhelamos que las historias de amor tengan un final feliz. Que los débiles mortales que se enfrentan a su sino o a la fuerza implacable de titanes mitológicos, venzan por nosotros, nos denfiendan al mismo tiempo que defienden su amor, su vida o sus convicciones.  

lunes, 12 de septiembre de 2011

El jengibre y las naranjas de Matisse III

 En agosto, los adoradores del rey del pop celebran el aniversario de su muerte. Y, entre otras cosas, leo en la prensa algo curioso: la última novia de Elvis se llamaba Jengibre, un nombre sonoro y agridulce, tal vez una especie de reconstituyente para un rey en horas bajas. Para alguien que estaba a punto de desmoronarse, pero también de alcanzar la gloria perpetua del mito tras esa muerte con la que culminaban sus excesos y su proceso de autodestrucción.






En la búsqueda del placer, a menudo sucumbimos ante la ansiedad por hallarlo, la sensación de plenitud es desplazada por el sentimiento de culpa, y la culpa nos despeña hacia un tedio espeso en el que comer de forma compulsiva es una escapatoria engañosa y atractiva. Una fugaz escapatoria para ese alma encerrada en un cuerpo con un estómago grande y voraz.
Los sentidos, embotados, se cierran como las hojas de las plantas carnívoras en busca de una presa con la que satisfacer su voracidad. El glotón, a menudo, es incapaz de elegir, porque su percepción del vacío siempre va más allá de los esporádicos pinchazos en la boca del estómago. Y es que el vacío no está en el fondo del plato que acaba de devorar, sino en el plato mismo, con su irresitible atracción fatal. Atracción, atracón y atragantamiento comparten lexema.

Matisse pintaba, entre otras cosas, naranjas. Con pinceladas fibrosas y cítricas, como la pulpa, espesas y granulosas, como la cáscara, o como la tierra volcánica. Aparentemente toscas, infantiles, desapegadas. Naranjas sobre un tapete con arabescos, que abren insospechados caminos a la imaginación, al color anaranjado del mundo árabe, a la dulzura de un sol que se filtra a través de cortinajes y de velos.
Caravaggio pintó el primer bodegón del que se tiene noticia. Pintó unas uvas que parecen a punto de saltar de la cesta, vivas, cristalinas e inquietas como ojos de garza. Unas uvas que saboreamos, que partimos con los dientes y cuyos sollejos y pepitas  mantenemos perplejos en nuestras bocas, que tragamos al menor descuido, como quien come y se adueña de un secreto nutritivo y exquisito, y lo incorpora para siempre a su persona






















viernes, 9 de septiembre de 2011

"El jengibre y las naranjas de Matisse II

Los pósters son un "invento" actual creado para atraer la atención de un potencial cliente. Nada nuevo bajo el sol. El exhibicionismo y la comida siempre fueron de la mano; pero si lo que buscamos es arte culinario, además de visitar uno de esos magníficos restaurantes en los que sirven "platos de autor", o en los que los chefs más exigentes se inspiran en famosos bodegones para prepararlos, podemos echar una ojeada a las magníficas pinturas que tienen como tema central los alimentos, alguna de las cuales despiertan en mí esa alegría ingenua de lo transparente. Cuando miro esas esferas lustrosas y llenas de vitalidad  creo escuchar los ecos de las voces de Clarice Lispector cuando, ante las jatibucas que hacían cloc-cloc-cloc no sabía si tragar los corozos y entonces imaginaba que Ulises, el perro, le respondía: "Mangia, bella, que ti fa bene". Los bodegones comenzaron a pintarse en el siglo XVII, en Amsterdam. Adornaban las paredes, y la gente los contemplaba, imagino, con un interés que iba más allá de lo estético, puesto que la fruta no circulaba con facilidad por las mesas. Caravaggio fue un pionero, colocando en una cesta una fruta que, de tan agreste y tan sana, parece al alcance de la mano. Rembrandt, y Monet, y Picasso, y Mattisse, y tantos otros pintores plasmaron en el lienzo, además de la belleza, la opulencia y una esperanza virgen en el contacto con la tierra , el cielo y el mar
Porque la comida es uno de esos placeres en los que participan todos los sentidos. Por eso, a veces creo que la antítesis de los McDonald's no son los restaurantes de alta cocina, sino los "woks". Supongo que exagero, pero lo cierto es que esos espacios, por lo general amplios, tienen un aire a la vez solemne, pródigo y kistch. La abundancia, que suele ser circunstancial, parece allí permanente, como si se tratara de una versión moderna del bíblico maná; los manjares consumidos se restituyen casi de inmediato, con una discreción admirable. Los camareros sirven las bebidas pero no preguntan, los dueños cobran y dan las gracias con humildad y una sonrisa que parece franca y agradecida.
La vida es bella cuando los dones se ofrecen con esplendidez, con la armonía de los volúmenes y la exuberancia de las formas, el colorido de las frutas y verduras, la crudeza y la sofisticación del mar, la generosidad de la tierra caliente, de las raíces prolíficas, de los tallos y hojas por los que circula la savia.
Con la comida no sólo incorporamos los nutrientes necesarios para sobrevivir, sino también la fuerza y el valor, la energía de esa luz transmutada en alimento. Para pedir, abrimos la boca y, en este sencillo, casi pueril gesto, exorcizamos el hambre, exigimos, si es necesario, para que el hambre no nos aniquile. Abrir la boca es permitir que algo más sólido y nutricio que el aire entre en nuestros cuerpos. Nuestros músculos, quién sabe si también nuestros pensamientos, están hechos de la misma sustancia de lo que consumimos y/o nos consume. A veces incomoda pensar que las fibras sangrantes del cordero, o del cerdo o del pollo forman ya parte de nuestras propias fibras. Y que, incluso si eres vegetariano y sólo tomas soja o proteína vegetal, tus genes conservan la memoria ancestral y primitiva de la caza y la pesca, de cuando matar, como comer, era imprescindible para seguir viviendo.

El jengibre y las naranjas de Matisse

,,,"Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba vueltas a la carne de un lado a otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua- palpaba el bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un movimiento inútilmente vigoroso de todo el su cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo"....
"La cena"- LAZOS DE FAMILIA (CLARICE LISPECTOR)

El chico del póster publicitario de McDonald's que tengo ante mis ojos llama mi atención por varios motivos: es un chico delgado, de aspecto pulido, tez pálida y párpados algo caídos. Parece un graduado universitario de Harvard, o un joven ejecutivo espiritual y moderno que acaba de salir de una clase de  feng-shui. Su mirada y su compostura transmiten orgullo y talento; hay una paz y una languidez voluptuosa en sus rubias pestañas y sus pálidos ojos azules.  Pero, ¡ay!, parece una persona sin apetito, alguien que permanecería impasible ante un bigMac, alguien por cuyas venas no corre la sangre caliente y violenta del carnívoro, que mastica lenta, reflexivamente y traga luego con plena conciencia. Su sonrisa me parece a veces seductura y a veces ingenua. Sus pequeños dientes blancos y bien alineados están secos, sin rastro de saliva, pese al coloreado McWropper que  sostienen sus manos finas y blancas. El atractivo "ramillete" se compone de un pan de pita con forma cónica, alargado y brillante como un búcaro flexible del que sobresalen unas rodajas de tomate que en la distancia pueden ser confundidas con rojos pétalos de rosas, palitos de merluza místicos como los lirios blancos, y unas boyantes hojas de lechuga que conservan su lozanía pese a las embestidas clamorosas del sol en los anaranjados días de verano.
Dejo al muchacho del póster porque no va a darme más información acerca de su persona, sus habilidades, sus verdaderos gustos o su verdadera naturaleza. Es alguien que "pasaba por ahí" y, de paso, posó para un anuncio. Pero creo que no tomaré un McWropper para cenar.


sábado, 3 de septiembre de 2011

Esto no es una road movie, IV

Una pátina de azufre se extiende por los campos y los montes yermos; los páramos inertes expanden el profundo grito de un corazón desolado; los ladridos estereofónicos que adivino en la jauría de perros que asaltan el horizonte deja un eco seco y feo como una herida emponzoñada. Y entonces, sin tener apenas tiempo de reponerme, veo una gran mariposa amarilla con las alas extendidas que señala una moderna posada con el menú frugal y barato del viajero. El meridiano de Greenwich es un arco de cristal opaco y cemento, un puente semicircular colocado a modo de diadema sobre la tierra. 
Caspe, Sariñena, cables de la luz con crespones negros para que los pájaros desistan de su vocación contemplativa y mortífera. Los pequeños pájaros que nos guían durante el viaje, con sus siluetas leves y sus alas al viento. 
¡Oh, prodigio!, de pronto diviso tres camellos, tres ejemplares del desierto encerrados en un cercado junto a una manada de caballos y de asnos, al borde de una carretera secundaria, a pocos kilómetros de Fraga y de un río cristalino. Creo que todo es fruto de un espejismo, de la velocidad y el deslumbramiento. Camellos en Fraga, sin duda es un asunto frívolo y serio a un tiempo; puede que sea el símbolo de algo más grande y más profundo, algo que tiene que ver con el enigma del viaje y las puertas que se abren para mostrar aquello que estaba oculto. No sé, tal vez es la libertad de corre libre, con una ligereza extasiada.

Llueve sobre los cristales, y nuestro corazón se ablanda, se expande, como si sus células se multiplicaran hasta inundar todo el cuerpo como un río que experimenta una crecida.

Esto no es una road movie, III

La naturaleza imita el alma humana. ¿O es el alma humana el que imita a la naturaleza?, pienso mientras los neumáticos Good Year nos elevan sobre el asfalto, áspero a la vista, tan áspero como esa piel de toro por la que avanzamos. El trayecto se traduce en avance, vamos a la busca de algo nuevo, algo que nos brinde una oportunidad de renovación. El territorio conquistado queda a nuestra espalda, pero el esplendor de la yerba, el brillo de los lejanos tejados, las fugaces imágenes de una tierra que parece ceder a nuestro paso, propicia la continuidad, la unión y la transformación a través de la belleza, a través de aquello que alimenta y refuerza el júbilo de vivir. Los ingenuos girasoles adoradores del sol aparecen ante mis ojos en todo su esplendor, pero el grito que lánguidamente transmiten es el de aquel que implora la lluvia. Y mientras los girasoles se despiden con sus cabezotas amarillas, diviso un coche con caravana- la intimidad rematada con hermosas puntillas que recrean una vegetación humilde.
La esencia mora de algunos pueblos de Lleida- Alfarrás, Almacelles- despierta ecos de un silencio sagrado, de fuentes rumorosas y patios espléndidos, de la calidez del mudéjar y la dulzura de Medina Azahara. La velocidad lleva consigo el vértigo de la disolución. Nos apretamos contra nuestros cómodos asientos, nos abrochamos los cinturones y nos sentimos más pequeños frente a la grandeza que nos rodea; nuestra vista prende en la rama más cercana de los árboles que festonean el arcén, o del cerro en el que brillan, tenaces, los últimos rayos del sol, en una diminuta casa abandonada, en un solitario caballo relinchando con la cara al viento. El vértigo de no tocar tierra. Y entonces, el coche se convierte en nuestro hogar provisional, en la matriz que nos protege de las inclemencias y nos traslada mientras, ovillados y confusos, evolucionamos hacia un estado diferente, hacia un ánimo que queda indefectiblemente marcado por el paisaje y la climatología.


La montaña horadada abre su gran boca y engulle el sedán, que se desliza por su negra garganta de rocas y raíces profundas como una tumba.

Esto no es una road movie, II

No importa el final, el viaje es lo que importa. Esto no es una road movie, y los moteles de carretera se parecen poco a los que dieron cobijo al melancólico protagonista de París-Texas, o a las inseparables Thelma y Louisse, los ice-cream son de Frigo, en las gasolineras se puede comprar todavía a Camela o El Fary. Pero las moscas del verano son las mismas, los deseos son los mismos, la búsqueda inquieta de los cuerpos y las almas son los mismos. Un sauce llorón asoma su testa frondosa y exhausta tras la valla gris de la autovía. Los turons de Collbató se alzan rugosos como los rostros centenarios de seres convertidos en piedra, mudos e inertes, víctimas de un encantamiento. Las cuevas del Salnitre, fuerzas telúricas, magnetismo, conchas y moluscos, estalactitas y estalagmitas, y el legado de un mar cámbrico, de un periodo anterior a la convulsión.
Las aspas gigantescas de los molinos, con su perfecta verticalidad y tecnología alemana, baten el aire como si fuera nata, mientras sus brazos potentes dispersan zumbidos de látigo de cuero. Cuando se alejan, sus siluetas marcadas en la distancia semejan muchachas haciendo gimnasia rítmica, custodiadas por una media luna colgada del cielo que parece espuma de mar cuajada. Leonard Cohen canta "In the future", en el CD, con su voz ronca y sensual. Abro una ventana, y un trozo de verano se cuela de inmediato, un olor a neumático quemado y  a cerdos transportados en jaulas en  un enorme camión que tiembla en las curvas y agita a los animales en un brusco giro de náusea. Un pequeño pueblo pende como una gargantilla en el pico de una loma, sus casitas blancas brillando como perlas en un pecho que suspira, que ama, que suspira, que ama. La carretera se extiende con sus rectas y curvas, con sus montículos y sus llanuras, con sus trayectos difíciles o sencillos, como la vida misma. Les Borges Blanques, Mollerussa. El viaje es lo que importa.

Esto no es una road movie

El sol curte con sus rayos insidiosos la piel de toro, las sienes palpitan con la presión de una atmósfera pesada y densa. Es agosto, y posiblemente sea el día más cálido del año. El suelo parece estrecharse, tensarse como un arcaj, y nuestros cuerpos se nos antojan flechas que saldrán disparadas al vacío de la tarde de verano. Nuestro corazón es un puño que golpea en el pecho a destiempo. Y entonces, extenuados pero cargados de ilusiones, iniciamos nuestro viaje.
El paisaje se extiende ante mis ojos provocando esa borrachera de verdes que deja mi cerebro en punto muerto, vencido por la belleza que se desplaza ante mis ojos como una postal viva. Montañas azules, metáfora lejana y palpable de la soledad, naves industriales que miran con sus múltiples ojos facetados, hoteles con nombres exóticos, de severas fachadas cuadradas y promisorias, la discoteca Bluemoon, plateada como una noche metálica, antenas de radio, fábricas cuyas chimeneas escupen al cielo salivas asperjadas y gases lacrimógenos.... Desde la distancia, Montserrat es una gran boca de tiburón con innumerables dientes de granito. Treinta y nueve grados, cuarenta, marcan los termómetros-led de la carretera. El aire acondicionado me envuelve en una fresca atmósfera, en un microclima inducido, pero la realidad está ahí fuera, y el sol, con sus dientes amarillos deja gotas de sangre reseca a este lado del Estrecho, tras su periplo por África. A la izquierda, de nuevo una fábrica, inmóvil como un animal agonizante, un mastodonte con el costado envuelto en sus propias tripas supurando mierda.

viernes, 12 de agosto de 2011

De qué hablamos cuando hablamos de amor

...."Qué brutales eran ellas, cómo engañaban, cómo ardían, sí, cómo ardían y se consumían. Había algo en las mujeres que lo aburría. Menos María Clara. Acaban echándome a perder de tanto como les gusto, pensó él sonriendo por la bromita. Su propia sensualidad acre le causó un ímpetu denso en el pecho y una repulsión aguda. Y ese gesto de rechazo no venía de vigilarse a sí mismo sino que era la misma sensualidad"....
          LA LÁMPARA   (Clarice Lispector)

En estos días de calor y caos en el sistema, hay dos palabras que se siguen repitiendo hasta la saciedad, al menos en los círculos femeninos, allí donde dos o más mujeres se reúnen para redimirse en una cura espontánea, en el puro desahogo por medio de la palabra. Hablamos de felicidad y hablamos de amor, dos palabras que aparecen de forma recurrente en las portadas de libros de diverso género, y  que ejercen por sí mismas tal fascinación, que la mirada se detiene en ellas de forma irremediable, mientras el cuerpo cae dulcemente en la provocación y en la voracidad.
Todo lo indefinible tiende de forma natural hacia una definición inexacta o incompleta, con la que pretendemos asir aquello que se nos escapa en una promiscuidad de ideas, de datos y de hechos que pretenden asombrar y asombrarnos.
De qué hablamos cuando hablamos del amor. Carver acertó con el título, no cabe duda, y en cada uno de sus cuentos buscaba una respuesta a esa pregunta, pero en los cuentos de Carver, como ocurre en la vida, nadie aclaraba exactamente de qué hablaba cuando hablaba de amor, porque tal vez se debería hablar de  amores, en plural. De  enigmas que parecen siempre a punto de ser revelados, tan desnudos como una verdad que se escurre, obstinada.
Lo que sigue no es sino un intento vano de aclarar-enredar aún más las cosas:
Hay amores que dañan el PH de la piel, como esos jabones con exceso de sosa caústica.
Hay amores que suaves como el aloe vera, que regeneran el alma y dejan frescura de amanecer en la piel.
Hay amores mentolados y glamurosos que dejan un sabor de boca de cigarrillo Pipper.
Hay amores de absenta que producen alucinaciones, aspavientos y frenéticos relatos a la manera de Alan Ginsberg.
Hay benditos amores que serenan como agua asperjada, como gotas de rocío sobre corolas sedientas.
Hay amores caníbales, que devoran hasta los huesos.
Hay amores malditos, como esas famosas sagas de los Kennedy, o los Onassis, y de los que a veces hablan los periódicos.
Hay amores pirómanos que calcinan superficies enteras del alma, y que tardan en repoblarse décadas o siglos.
Hay amores esclavos que dicen "Señorita Escal-lata" mientras suben la cremallera del vestido, como si tuvieran la flor del algodón en el cielo de la boca.
Hay amores perros que rompen la noches con sus colmillos afilados, que desgarran la carne y la habitan.
Hay amores inocentes y entregados, tan bellos que alejan la náusea del deseo y la desesperación.
Hay tantos amores... y todos caben en un mismo corazón que late, desmayado.





De qué hablamos cuando hablamos de amor

sábado, 6 de agosto de 2011

Madrinas

“Vitória era una mujer tan poderosa como si un día hubiese encontrado una llave. Cuya puerta, es cierto, hacía años que se había perdido. Pero, cuando lo necesitaba, podía ponerse instantáneamente en contacto con el viejo poder. Aunque no lo nombraba, ella en su interior llamaba llave a lo que sabía. Ya no se cuestionaba lo que había sabido durante tanto tiempo; pero vivía de eso.”


“La manzana en la oscuridad” (Clarice Lispector)


Son delgadas, nerviosas, de tez morena, son madrinas de un tiempo que dejará una huella suave como el beso de una madre.
A primera hora de la mañana caminan por la arena de la playa- la bicicleta siempre al lado, dejando que las olas masajeen las varices de las piernas. El agua empapa sus vestidos, sus rodillas brillan como jarrones redondos, la falda y la humedad trepan hasta sus muslos llenándolos de vida, como la caricia de un joven amante impetuoso. Se suben luego a la bici, que lleva incorporada una cesta metálica entre el manillar y el guía, colocan allí la compra que acaban de hacer en la tienda de la esquina, el viejo comercio en el que todo está apiñado y en un perfecto desorden. Pagan sin rechistar el pan tierno, los tomates y la lechuga para la ensalada, y salen a regañadientes del establecimiento, porque saben que aquel puede ser el día anterior al cierre. Montan sobre sus pacientes jamelgos, aprietan las nalgas y pedalean con los robustos gemelos, se pierden a propósito por las estrechas calles donde la ropa tendida a ambos lados se saluda con expresiones limpias, con abrazos ligeros de buena vecindad; se pierden por las airosas avenidas, rozando casi las aceras y los espejos retrovisores de los coches, cuyos pitidos no logran vencer la línea recta de sus espaldas. Sus pechos ajados brincan con cada bache, parecen escapar de su cuerpo, libres e independientes como ardillas, asimétricos, oscuros, con sus pezones de barro endurecido. Desfilan ante ellas las terrazas como banderas al viento, las balaustradas se inclinan como juncos de yeso, la orilla de la playa es una alfombra azul extendida a lo largo de kilómetros de espuma. Luego, tras una serie de rodeos premeditados por las callejas estrechas y adoquinadas por las que se cruzan perros de mal pelaje, llegan a la plaza principal, aleteando como una bandada de milanos, dejan la bici atada a una farola, junto a la puerta del consultorio médico, de donde salen con la receta del marido, liberan a su mascota preferida del candado que tuvieron la precaución de cerrar, y sin prisas van a buscar el pescado, cogen número de un pequeño objeto pegado a la pared que tiene forma de pico de ave, extraen un trozo de lengua blanca con un número grabado, o bien piden la vez mientras se frotan los ojos que escuecen, se aclaran la garganta que bebió tragos de viento, y esperan junto a un puñado de mujeres y de hombres a que llegue el furgón con el pescado del puerto de Arenys. Son las últimas en irse a dormir, y las primeras que recogen y se dejan mimar por los rayos suaves del amanecer.

Madrinas

viernes, 29 de julio de 2011

Una belleza

"Lucrecia Neves no sería nunca bella. Pero tenía un excedente de belleza que no existe en las personas bonitas. Era áspera la cabellera donde reposaba el sombrero fantástico; y tantos lunares negros esparcidos por la luz de su piel le daban un tono externo que podía tocarse con los dedos. Sólo las cejas, rectas, ennoblecían el rostro, donde había algo vulgar como una señal casi invisible del futuro de su alma estrecha y profunda. Toda su naturaleza parecía no haberse revelado: tenía la costumbre de inclinarse para hablar con la gente con los ojos semicerrados; parecía entonces, como el mismo pueblo, animada por un acontecimiento que no se desencadenaba. La cara era inexpresiva a menos que un pensamiento la hiciese dudar. (Clarice Lispector, "La ciudad sitiada")
Hay tantas formas de belleza como miradas para apreciarlas, pues la belleza es una suma de cualidades, una nobleza que surge del alma para hacerse visible y, en ocasiones, transformar nuestra existencia.
Se llama Aurora, y nació ciega. Siempre llamó mi atención este capricho de los que le dieron el nombre. Sin embargo, no podría haberse llamado de otra manera. Sus ojos no podían expresarse con la rotundidad victoriosa de la luz, pero su rostro tenía ese aire familiar, esa sólida belleza conformada por una sensibilidad de eterna muchacha delicada. Sus manos aleteaban como frágiles alitas de ángel mientras nos dirigía en los ensayos previos de "Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores", probando voces para distribuir los personajes de forma perfecta, como todo lo que hacía. Y el grupo de niñas, dóciles e ilusionadas, con nuestras falditas de cuadros, nuestros calcetines de ganchillo, inspirándonos en ella para el papel principal, inspirándonos en nuestra particular Margarita Xirgu. 
Sí, la memoria es un solar inmenso y en permanente transformación. Las construcciones del pasado se derriban, se rehabilitan, se alzan, se intentan encajar como piezas del lego recuperadas de debajo del viejo sofá orejero que cobija sueños laboriosos y nuestras siestas efímeras. 
Y en mi memoria aparece Aurora en esos ensayos previos, con una lámpara de plexiglás al fondo, con su pelo cardado, su falda plisada, su camisa de seda con lunares hermosos, su pañuelo al cuello para proteger su garganta de docente, dispuesta a dar un pase brillante sobre nuestro pasado carpetovetónico, nuestros curas y monjitas, nuestras medallas de la Virgen Milagrosa. "Ea, vamos a bordar a Lorca", decía, resuelta, expresándose con su cuarto y mitad de sangre andaluza, de ese gracejo acumulado en décadas a través de la piel y los sentidos. Porque ella palpaba el mundo y lo sentía de forma rigurosa y genuina, como hacen los niños cuando se acercan a la boca los objetos.
Y antes de que su perfume Myrurgia y su presencia y su voz suaves se desvanezcan, antes de que las piezas del lego desaparezcan bajo los flecos del sofá orejero, quiero traerla a mi lado por un momento, cederle mi brazo para caminar juntas y evitar tropiezos, como hacíamos cuando yo era una niña y sólo conocía a Lorca a través de doña Rosita.
Puede que nunca le llegue esta crónica, que nadie le lea estas líneas, pero desearía que no acabara convirtiéndose en un personaje dramático, que envejeciera creyendo en el amor, y olvidándose de los amores tóxicos o desgraciados.
Si, como decía Carlotti, la belleza es la suma de las partes trabajadas juntas de tal modo que no se necesita añadir o alterar nada, entonces Aurora es bella, tan bella como aquellos seres que guían nuestras vidas, con las que compartimos días hacendosos y maravillosas noches de verano al amparo de unas estrellas que ella nunca vería, mientras me enseñaba a escuchar el profundo latir del universo.

miércoles, 27 de julio de 2011

El eco de la lluvia II

El timbre del teléfono suena rabioso e insistente. Son amigos, familiares que se quedaron atrapados en casa, en la oficina, en una tienda de informática, en la librería de la esquina. "Sólo necesitaba hablar con alguien. No puedo concentrarme con este maldito chaparrón", dice una voz espesa, al otro lado de la línea. Siento que estoy milagrosamente de pie, aunque mi cuerpo se mueve blando y manso, como si un dulce peso lo atravesara y una coraza de seda lo aislara del mundo, lo volviera hacia dentro, hacia ese rumor de la sangre tan parecido a la lluvia. Y el eco de la lluvia penetra en mi corazón, y la esperanza y el temor se alternan a medida que las calles se convierten en espontáneos arroyos y las aceras en lechos pantanosos.
Apenas hubo tiempo de recoger las mesas y las sillas de la cafetería donde unos minutos antes alborotaban inquietos un grupo de jóvenes, como pájaros que presagian la lluvia.
Centenares de ojos curiosos miran en este momento tras los visillos, tras las gotas que empañaron los vidrios, envueltos en el vaho, en el sudor pagano que desprende la casa en este julio inclemente escupido por el calendario, en este mes de rebajas y verbenas barridas de golpe por la fuerza imparable del agua, de coches que atracaron en el mar como modestas barcas sin patrón, de árboles adolescentes que sucumbieron al mortal abrazo del viento huracanado. La pantalla del televisor, más negra y muda que nunca, se convierte en un oscuro espejo que refleja el fugaz movimiento, los pasos adomercidos, las idas y venidas a la cocina, donde reina la madre entre cacerolas por fregar, platos y cubiertos sucios, donde la madre se cuece sin remedio entre los familiares aromas a canela, a café y a asado de pollo con cebolla mareada.
De pronto, todas las luces se apagan, en la ciudad se hace el silencio, interrumpido sólo por la incesante lluvia; el tráfico se ralentiza en las avenidas, en algunas calles apenas circulan sonámbulos vehículos que avanzan como tortugas, autobuses que recuerdan a los centenarios vapores caribeños que trasladan obispos a las lejanas y calurosas aldeas en los mágicos cuentos de García Márquez.


martes, 26 de julio de 2011

El eco de la lluvia

"Los relámpagos abriendo claros e iluminando durante un segundo el pelo empapado, las pupilas peligrosas de humillación. ¡Los equinos! Después los truenos retumbaban pacientes y cerraban la colina en la oscuridad. El rostro de Lucrecia Neves se esforzaba curioso más allá de su propia figura, escuchando. Pero sólo se oían las calles llenas de lluvia...
.... Una noticia, pensó con otras palabras, excediéndose en su nueva cólera y escuchando con esperanza; pero la noche, la noche rodeando la torre del reloj, era la respuesta."   Clarice Lispector, "Ciudad sitiada"

Tal vez sea el cielo plomizo de esta tarde inclemente. Tal vez sea el aguacero posterior, que barre las calles y arrastra como una música aturdidora los restos de la verbena del barrio, las bolsas de patatas vacías, los excrementos de perro y los sapos que croan anunciando el reino de Aquarius. Somos orejas intentando descifrar el eco envolvente de la lluvia, ojos dulces que miran desde la ventana, mientras las ambulancias gritan y los árboles se agachan como perros bebiendo de un cubo oxidado, mientras una paz extraña recorre las habitaciones y las agranda como templos húmedos en los que el silencio es tan grande que cala hasta los huesos. En los túneles del metro, la gente se agolpa, sudorosa, sintiéndose atrapada entre las ratas, entre seres ciegos que respiran barro, entre cuerpos blandos en busca de rincones, madrigueras y sustancias viscosas procedente de desagües. Lus ojos se interrogan en busca de una respuesta, las manos aletean buscando otras manos, mientras la lluvia golpea sobre sus cabezas y el vagón se aproxima, feo y veloz como un dinosaurio.