lunes, 16 de abril de 2012

Finales cerrados, finales abiertos (II)

La curiosidad es un motor que nos empuja siempre hacia adelante. Por curiosidad, el lector devora páginas y páginas escritas. Quiere información, desea saber: sobre el éxito o el fracaso de una empresa, sobre el destino de un personaje, sobre la evolución y transformación de ese personaje a lo largo de la historia. ¡Saber, saber, quiero saber!, quiero satisfacer mi apetito de conocimiento, quiero que alguien responda a las preguntas que genera el texto. ¿En qué acabó la cosa? decimos de forma coloquial, llevados por el ansia de saber más, de saberlo todo.
Por curiosidad emprendemos hazañas heróicas: desde iniciar un negocio hasta responder a la llamada del amor, desde viajar a otros países hasta emprender un viaje interior que puede durar toda una vida.
En la vida y en la literatura nos marcamos objetivos. Algunos se cumplen, otros se aplazan, otros se frustran. Ocurra lo que ocurra, lo importante es la continuidad. Si una puerta se cierra, otra se abre, porque nuestra vida es un gran mosaico que se va construyendo a lo largo del tiempo, y que puede ser contemplado en conjunto o viñeta a viñeta, ventana a ventana. A veces el mosaico es monocromo, uniforme, pero otras veces se enriquece con espectaculares motivos ornamentales. Ese salto cualitativo nos mantiene en vilo, porque todo cambio es una incerteza. Y lo extraordinario sucede en el momento menos pensado; el azar es un fanático de las sorpresas y es capaz de dar la vuelta al guión como si se tratara de uno de esos guionistas que buscan el golpe de efecto a toda costa.
El lector lo sabe, y se sube a la montaña rusa del suspense esperando su recompensa: el apetitoso caramelo del final. Nos gustan las certezas, y los finales cerrados nos ofrecen una especie de guía para transitar territorios personales.
Alguien me contó que al terminar de leer la novela "Cien años de soledad", experimentó un sentimiento de pérdida tan grande, que fue incapaz de abrir ningún otro libro durante aproximadamente un mes. Un mes de duelo en el que se comportaba como un viudo aferrado a los recuerdos felices de su matrimonio, extraditado de por vida de su Macondo del alma y devuelto a la realidad y a tierra firme como un polizonte que se colara de rondón uno de aquellos vapores antiguos que cruzaban el Caribe mientras los Aurelianos y Amarantas y Remedios la Bella se quedaban por siempre en la otra orilla.
Algunos finales nos marcan de por vida. Pero no hay que olvidar que existe ese otro medio mundo que piensa que los finales cerrados pueden ser muros que nos impiden ver lo que hay tras ellos, que nos cierran el horizonte. Ellos prefieren guardar la guinda del pastel intacta, cerrar el libro e inventar su propio final. ¿Y si la liebre -la del principio, la que todos los escritores perseguimos- fuera una princesa víctima de un hechizo del mago Merlín? ¿Y si lograra convencer a su perseguidor de que es el último ejemplar de liebre sobre la tierra?
En esa franja ancha que va de lo posible a lo realizado, en ese espacio abierto a la imaginación y las pesquisas podemos encontrarnos a gusto. Lean si tienen ocasión el cuento de Sherwood Anderson titulado "Las manos", que pertenece a su libro de relatos "Winnesburg, Ohio". Comprenderán muy bien de lo que estoy hablando.
Y si no pueden leerlo, recuerden que todo puede ser reescrito, sobre todo los finales, algunos de la vida, y desde luego, los otros. ¿Y si Caperucita no era la cándida niña temerosa del lobo, sino una guarda forestal que esconde en la cesta una Smith and Wilson con la que dispara al pobre animalito, perplejo y desarmado? ¿Y si la Bella Durmiente, al despertar de su sueño secular, dicide emprender la carrera de investigadora y acaba fabricando el colchón más cómodo y más ergonómico y más maravilloso de todos los colchones?
Los finales cerrados pueden ser muros que nos impiden ver lo que hay tras ellos, que nos cierran el horizonte.
Y cuando nuestras vidas lleguen a su fin - porque ese final ya está escrito- siempre seguirá habiendo alguien dispuesto a cazar liebres, o gazapos, o gamusinos, a cazar historias a lazo, o con tirachinas, o con escopeta. A mano o a máquina.