miércoles, 14 de marzo de 2018




Un hombre no es una isla


Vi a un hombre con la mirada brillante; no sé si lloraba o reía,
era sombra y era carne su rostro,
andaba erguido como soldado que perdió su petate
y partía con los pies descalzos, el corazón al aire.
Seguía caminando como una gran tijera que abría el horizonte
y me miraba a su vez,
con un amor furioso y una boca entreabierta en la que podían rondar las moscas
o las flores, depende del momento,
enseñando sus encías y la nuez de su cuello, que tragaba estrellas de barro
guirnaldas de amor y un llavero con llaves y cruces.
El hombre en cuestión se alimentaba de cerveza, de migajas de letras
de las cartas que forraban la mesa de su banquete nocturno.
Sufría y se rompía en el potro del silencio, en la cúspide de su Anapurna,
en el rocío flotante de sus sueños
o, escandaloso, cantaba himnos desde el hígado regado con llamas
con prolongados ayes de Camarón, roca viva.
Era espuma galante su verbo, mas no creía en Dios,
sólo en caballos de pura raza árabe,
sólo en tormentas que transforman árboles en mariposas de paja
en procesiones de cucarachas avanzando en el crepúsculo.
Quién sabe lo que este hombre tejía en horas muertas,
la sal que contenían su salero y su boca, la luz distinta de su bosque
en estaciones de ruiseñores o de halcones.
El no sabía que yo no sabía

que cuanto más conozco a los hombres más los amo
¿dónde está escrito que un hombre es una certeza de sangre espesa
un camello de lomo hueco que cruza el desierto sin saliva,
sin lágrimas, sin palmeras, con fiebre de agua?




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